Un conjunto de casas centenarias remite a los brillos de la época de esplendor de esta pequeña barriada de obreros llegados al país cuando asomaba el siglo XX, de donde emerge una estilizada torre mirador con campanario y relojes, a tres cuadras de la avenida Sáenz. Un remanso para descubrir sin apuro a través de sus angostos senderos y una calle rectangular.
Por Cristian Sirouyan
La torre campanario de la iglesia Nuestra Señora del Rosario de Nueva Pompeya suele llevarse las miradas de todo aquel que transita la avenida Sáenz y acierta con alzar la vista más allá de la línea uniforme de los locales comerciales. Ninguna otra construcción levantada en Pompeya parece opacar el atractivo de ese diseño neogótico erigido en un barrio eminentemente tanguero.
Sin embargo, a tres cuadras del ícono mayor de Pompeya, asoma con menos pompa una torre igualmente llamativa por su balcón mirador, un campanario y un reloj detenido desde tiempos lejanos en cada una de las cuatro caras.
Es el emblema más representativo de la Colonia Obrera San Vicente de Paul, una barriada de trabajadores de más de un centenar de casas de uno a tres ambientes surgida en 1912 para cobijar a obreros españoles e italianos que habían decidido probar suerte en Argentina.
Aquí, esos esforzados inmigrantes habían encontrado el sitio ideal para dejar atrás las penurias que les dispensaba la Europa de principios del siglo XX y vislumbrar un futuro algo más auspicioso.
Un simétrico diseño de pasajes y una única calle peatonal de forma rectangular recubierta de baldosas invitan a descubrir este pequeño universo de sonidos tenues y trinos de pájaros sostenidos en las alturas por las ramas de los árboles, desplazado de las imágenes más reconocidas del barrio por la cercana mole del Hospital Aeronáutico.
Desde la entrada de Traful al 3600 o el acceso por Gramajo Gutiérrez al 3600 – las dos calles que bordean San Vicente de Paul, unidas por Cachi y Einstein-, las viviendas del costado oeste – identificadas con números pares – se diferencian de las edificaciones del lado opuesto por sus fachadas teñidas de intensos colores pastel, resguardadas detrás de rejas de hierro.
Esos detalles de diseño dejan entrever los brillos de la época inaugural, cuando una ordenanza sancionada el 28 de septiembre de 1909 dio luz verde al proyecto de construcción de viviendas para trabajadores del barrio, presentado por la asociación benéfica de laicos católicos Sociedad de San Vicente de Paul.
La obra benéfica impactó de tal manera a la sociedad porteña de la obra que el acto de inauguración del complejo -celebrado el 17 de octubre de 1912- contó con la presencia del entonces presidente de la Nación, Roque Sáenz Peña, y el intendente municipal, Joaquín de Anchorena.
Más de un siglo después de ese mojón fundacional, los vecinos del minúsculo barrio no dejan de reconocer la torre central como la Manzana de las Luces, el indiscutible centro de la vida local, decorado con una reja de hierro con corazones invertidos, donde se reza el rosario y los pobladores señalan como el lugar más indicado para el encuentro social.
Apenas un desordenado manojo de cables eléctricos que cruzas los espacios comunes por sobre los senderos y roza los techos de las viviendas hasta hacerse un férreo ovillo en la torre desmejora el armónico estilo dotado al complejo por el arquitecto Vicente Frigerio Álvarez.
En un principio, todas las casas debían estar recubiertas con un mismo color: verde Imperio o verde inglés, según la marca de pintura que consiguiera cada inquilino. Esa decoración uniforme contemplaba una salvedad a tener en cuenta: si se añadía algún toldo tenía que ser anaranjado. Ya nada de eso se alcanza a distinguir hoy.
Otra pieza contrastante con el diseño original son los gruesos muros añadidos en el lado oeste para dejar a salvo de miradas indiscretas las fachadas de las casas de numeración impar. De todas maneras, todo el conjunto -con sus rincones más vistosos y los sectores desmejorados por el paso del tiempo y la falta de mantenimiento- conforma el Área de Protección Histórica de la Ciudad de Buenos Aires, distinguida por la Legislatura porteña en 1997.
Los testimonios de los vecinos más memoriosos rescatan una escena de una película protagonizada por Isabel Sarli filmada en la gruta con la imagen de la Virgen de Lourdes instalada a los pies de la torre central, alguna vez transformada en criadero de palomas y tanque de agua.
El dato histórico parece contrariar las estrictas directivas aplicadas en el barrio por las Damas de Caridad de San Vicente de Paul, que solían visitar a las familias para asistirlas y, de paso, vigilar el riguroso cumplimiento de las “normas de conducta”, que debían estar enmarcadas en un cuadro colgado en cada puerta.
Parte de esa atmósfera densa todavía sobrevuela a la intemperie, a lo largo de los pasillos y la calle que circunvala las casas, mientras los pájaros ensayan vuelos cortos y los visitantes siguen empecinados en descubrir los secretos de este pequeño remanso urbano.
Imperdible
Una caminata de seis cuadras por el corazón de Pompeya, que incluye el cruce de la avenida Sáenz y las clásicas postales de la iglesia y el puente Alsina, conduce derecho hasta la “Esquina de poetas”, concebida en el cruce de Tabaré al 1300 y Centenera.
Un busto instalado en la vereda homenajea a Homero Manzi, el virtuoso poeta nacido en Añatuya (Santiago del Estero), que vivió entre 1920 y 1923 en la casa más cercana a la escultura creada para recordar al autor de “Sur” y “Manoblanca”.
Originalmente, en el edificio de la centenaria vivienda funcionaba el Colegio Luppi, donde Manzi cursó en calidad de alumno pupilo. En 1997, Gregorio Plotnicki abrió allí el Museo Manoblanca, un espacio esencial del circuito tanguero, donde se exhiben pinturas, fotografías, relatos de célebres figuras, objetos antiguos y documentos del barrio y sus habitantes.
Una serie de murales extiende el homenaje a uno de los referentes insoslayables de la cultura tanguera a Aníbal Troilo, Julián Centeya, Sebastián Piana, Astor Piazzolla, Nelly Omar, Enzo Valentino y José Dames. Como para que no queden dudas del alma tanguera y de arrabal que todavía marca el pulso en las calles gastadas de Pompeya.