Un paseo por un barrio atravesado por la época de oro de la música ciudadana, viejas historias de compadritos y personajes legendarios que reviven en los recuerdos de los clientes de bares tradicionales.
Por Cristian Sirouyan
Los carros desbordados de verduras frescas recién cosechadas en las quintas de las afueras de la ciudad ya no aparecen en el paisaje cotidiano de Barracas antiguos. Tampoco suelen verse compadritos al pie del farol, ataviados con chambergo de copa alta, saco y pañuelo al cuello, listos para responder a cualquier atisbo de provocación.
Pero la escenografía que completaba esas postales emblemáticas se mantiene casi inalterada y no es nada complicado imaginar esa época de esplendor del barrio, cuando la alta sociedad lucía sus lujosas propiedades en la avenida Montes de Oca y no dudaba en desandar algunas cuadras para mezclarse con sus vecinos orilleros, en procura de las emociones fuertes que les deparaban las milongas.
Los brillos de la época de oro del tango reviven en los alrededores del viaducto que sostiene la estación Hipólito Yrigoyen del Ferrocarril Roca. A un costado, los tres patios del Paseo Agustín Bardi fueron bautizados con títulos de tangos creados por el virtuoso compositor, violinista y pianista nacido en Las Flores. La plazoleta suele vibrar con espectáculos de tango, rock y murgas a la gorra.
Del otro lado de la parada del tren -una suerte de soberbio castillo de estilo medieval-, el playón empedrado de la calle Darquier y la Esquina del Polaco Goyeneche albergan los tenues latidos del corazón del barrio.
A media cuadra de allí, el Club Social y Deportivo Barracas (ex Terremoto) es el lugar indicado para acompañarse con vermú y maníes para seguir una partida de truco de los habituués contabilizada con porotos. Desde las paredes del boliche, fotos de bailes de carnaval -con Perón incluido entre las multitudes que celebran- mantienen la vigencia de ese Barracas de ayer que resiste.
A última hora del día, los adeptos de la milonga -criollos y turistas extranjeros con alma tanguera- tienen cita en la esquina de Viéytez y Cruz, donde funcionaba el almacén de ramos generales Brenta y Roncoroni. La construcción de techos abovedados, columnas de hierro y pisos adoquinados de quebracho colorado fue puesta en valor por Fernando Soler y ahora el dueño de casa agasaja a sus huéspedes con las canciones que entona, cena y bailarines en vivo.
Una atmósfera similar, aunque menos aggiornada a los tiempos modernos, se respira en Los Laureles, clásico bodegón y bastión de tangos y milonga, instalado desde 1893 en Goncalves Díaz (ex Santa Adelaida) e Iriarte.
En el salón de este Bar Notable resuenan las voces de ilustres habitués, como el Mono Gatica, Quinquela Martín, Alfredo Palacios y Carlos Páez Vilaró. El lugar también atrajo a cineastas, que encontraron el sitio adecuado para filmar escenas de “Yo soy así”, “Chau Buenos Aires”, “Tita de Buenos Aires” y “Gatica el Mono”.
En tres cuadras del Pasaje Lanín -desde Suárez hasta Brandsen-, Marino Santamaría decidió decorar con murales de colores estridentes las fachadas de las viviendas. Esa muestra de inquebrantable amor por el barrio también se percibe en cada una de las propuestas del Circuito Cultural Barracas, un proyecto autogestionado por los vecinos que despuntó en 1996 en el galpón de la antigua Hilandería de Botinelli (inaugurada en 1886 en Iriarte 2165), a través de obras de teatro, recitales de música y veladas de poesía.
El más reconocido historiador de Barracas, Enrique Horacio Puccia, definió de la mejor manera el espíritu que fluye en esta porción poco transutada de la geografía porteña: “Barracas fue el barrio que, por primera vez, le puso a Buenos Aires un bandoneón en su regazo”.
También la poetisa María D’Abate solía compartir su mirada sobre su lugar de pertenencia: “Barracas es el lugar de pertenencia de laburadores, compadritos, tangueros, minas fieles, honrados, tradicionalistas y gente tranquila”.
La exigua traza de Santa Magdalena (la calle más angosta de Buenos Aires, pegado a la vía entre Jorge y Osvaldo Cruz) parece albergar los espíritus de todos esos personajes sin tiempo, metidos para siempre en el alma de Barracas.
El angosto pasaje apunta hacia el sur más orillero, sostenido al borde del Riachuelo, donde el Viejo Puente Pueyrredón y su sala de máquinas se desdibujan en medio de las brumas del amanecer. Enfrente, en Pedro de Mendoza y Vieytez, el restaurante El Puentecito espera a los paseantes con su siempre vigente carta de pescados (como trucha, salmón y pejerrey), mariscos (cazuela, rabas y calamares), minutas y 17 sabores de helados. La última escala de un itinerario anclado, de punta a punta, en referencias del pasado.
Imperdible
En Pinzón e Isabel La Católica, frente a la plaza Colombia -en la porción más moderna de Barracas-, la iglesia Santa Felicitas refleja el vistoso homenaje dispensado por el padre de Felicitas Guerrero de Álzaga a su hija, asesinada en 1872 por su amante despechado Enrique Ocampo.
La construcción luce un estilo ecléctico alemán desde su inauguración, en 1876. Actualmente forma parte de un Complejo Histórico extendido en la misma manzana, que incluye el Museo de los Túneles de 1893 -con salas temáticas sobre Industrias y Oficios, Inmigrantes, El Puerto, La Ciudad y Arqueología Barrial- y un sorprendente templo neogótico con 28 vitrales importados de Francia, escondido en el interior del Instituto Educativo Santa Felicitas de San Vicente de Paul.