Este vistoso conjunto arquitectónico, rodeado de verde y aire puro, se levanta en medio de un entorno industrial saturado a pasos del Riachuelo.
Por Cristian Sirouyan
Pareciera que la atmósfera de paz y sosiego es patrimonio exclusivo de los countries, pero para acceder a ese ámbito reservado para unos pocos es necesario embarcarse en el frenético ritmo que imponen las autopistas y cruzar el conurbano hasta donde empieza a asomar el horizonte rural.
Sin embargo, ese soñado lugar para vivir sumido en la mayor tranquilidad y las bondades del aire puro puede asomar también en plena ciudad, incluso en los descoloridos rincones industriales de Barracas, allí donde el Riachuelo recupera a paso lento su condición paseo más o menos gratificante.
Recortada simétricamente por Perdriel, California, Alvarado y Santa Elena, la media manzana del barrio Monseñor Espinoza -protegido por un muro de ladrillos y rejas- extiende el toque bucólico que aporta al sur porteño el parque Pereyra, separado de la imponente fachada de la iglesia Sagrado Corazón por la avenida Vélez Sarsfield.
A dos cuadras de allí, a principios del siglo XX, la Comisión Nacional de Casas Baratas encontró la parcela adecuada -donado por el próspero terrateniente Leonardo Pereyra Iraola- para construir un conjunto de viviendas para las familias numerosas de bajos recursos, que sobrevivían hacinadas en casas tipo chorizo y conventillos cerca de esta zona más desolada, donde florecían las plantaciones de chacras y quintas.

La obra edilicia, llevada adelante por la Comisión Nacional de Casas Baratas y la Unión Popular Católica Argentina, se inició en 1917 y fue inaugurada el 8 de abril de 1923, el día en que murió el arzobispo Mariano Antonio Espinosa, nada menos que el gran impulsor de este conjunto de 64 viviendas.
El “padre Antoñito” solía recorrer a caballo las quintas de la zona y hasta se lo veía seguido montado en la Plaza de Mayo cada vez que visitaba la Catedral Metropilitana. Pero su figura se había tornado popular por su decidido apego al trabajo social en favor de los sectores más postergados.
El nombre destacado del teólogo que fuera arzobispo de la ciudad de Buenos Aires y primer obispo de La Plata resalta en el arco de entrada al barrio, una suerte de vistosa antesala del paisaje interior, que se aprecia desde el portón: senderos cortados por un bulevar desbordado de pinos, tipas y palmeras, casas de ladrillo a la vista, zócales, tejados y aleros de rojo intenso, ventanas recubiertas por celosías verdes y paredes blancas, todo enmarcado por jardines y enormes macetas cubiertas de plantas.
Puertas adentro, la vida transcurre tan relajada como lo sugiere el conjunto natural, en armonía con las líneas pintoresquistas francesas asignadas a las viviendas de una o dos plantas por el arquitecto francés Carlos Cucullú Curuchet.
La tradición por seguir aferrados a su barrio que respetan a rajatabla varias de dlas familias fundacionales tuvo un mojón decisivo en los años ’60, cuando las autoridades de Acción Católica ofrecieron en venta las propiedades a sus inquilinos y varios moradores pudieron cumplir el sueño d ella casa propia a través de créditos con cuotas muy accesibles de la cooperativa El Hogar Obrero, vinculada al Parido Socialista desde 1905.
Ese espíritu solidario prendió entre los pobladores y aún hoy se transmite entre los vecinos. Se desprende de sus propios relatos -trasmitidos a dos voces con algún inoportuno loro o un pájaro carpintero desprendido de la copa de un árbol- cuando revelan el desafío de afrontar las dificultades que les impone la actual coyuntura.
Imperdible
A unas siete cuadras del barrio Espinoza, camino a La Boca por la avenida Iriarte, la rica historia social y deportiva del club Sportivo Barracas demanda detenerse para indagar los orígenes y la trayectoria der esa institución señera, fundada en 1913 por un grupo de inmigrantes progresistas agrupados en la Sociedad Italiana Conde de Cavour, popularmente conocida como “La Cavour”.

Remo, pelota paleta y fútbol fueron las actividades que atraían especialmente a los vecinos de esta zona entonces semirrural en los primeros tiempos. El proyecto con fines netamente solidarios recibió un impulso decisivo cuando Sportivo Barracas se fusionó con el club Riachuelo, cuya cancha atraía multitudes en la esquina dde Iriarte y Santa Elena.
Los hitos del pasado de Sportivo Barracas registran al atleta Juan Carlos Zabala -ganador de la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1932- entre sus más célebres representantes y el reconocimiento del gol “olímpico”, conseguido por primera vez por el futbolista argentino Cesáreo Onzari en la cancha del Sportivo, durante un partido amistoso entre la Selección local y su par de Uruguay, en 1924.