Vistas desde lejos, las dos altas torres campanarios de setenta y cinco metros de altura de la basílica Nuestra Señora de Buenos Aires, ubicada sobre la avenida Gaona al 1730, otorgan a esta construcción una presencia imponente en el barrio de Caballito.
Por Pablo Saez
Visitamos la basílica Nuestra Señora de Buenos Aires, donde nos recibe el padre Carlos, su cura párroco hace más de veinte años. Nos cuenta historias poco conocidas y difíciles de encontrar en los libros, que recorren seis siglos de la Orden de la Merced, desde las cruzadas hasta nuestros días, en breve y mágica recorrida por el templo.
De arquitectura neogótica, o lombardo del norte de Italia, la iglesia es considerada basílica por su tamaño y belleza. Sobre un terreno donado en 1893 por Celina Bustamante de Beláustegui, comienza su construcción en 1918 y es inaugurada en 1932. En base a los planos de la iglesia Sagrado Corazón de María en Turín, es un proyecto del arquitecto salesiano Ernesto Vespignani, autor de importantes obras en todo el país y Latinoamérica.
Atravesando la reja de hierro que la separa de la calle, un majestuoso atrio conduce a dos macizas puertas centrales en bronce, una de ellas, con esculturas en relieve de Juan Díaz de Solís, Pedro de Mendoza, Cristóbal Colon y Juan de Garay; otra, con la Virgen de la Merced y los fundadores de la Orden precedidos por San Pedro Nolasco.
Santa María de los Buenos Aires
El nombre de nuestra ciudad está íntimamente ligado a la orden de los mercedarios, que llegó a estas tierras con Pedro de Mendoza y la primera expedición al Río de la Plata en 1536. La empresa más ambiciosa en su tiempo: doce navíos y dos mil personas, entre hombres, mujeres y miembros destacados de las familias más poderosas de España. Seguros de hallar la ruta hacia el reino de El Dorado, solo encontraron una pampa desierta, el conflicto con bravas tribus que los sitiaron y un hambre tan feroz que los llevó a escenas de antropofagia.
También habían llegado con esa expedición curas mercedarios, custodios de una popular patrona de los navegantes: Santa María de los Buenos Aires o de los Buenos Vientos. Esa Virgen era antes patrona de Cagliari, en la isla de Cerdeña, donde en la colina de Bonaria había un templo de la Orden de la Merced, legendaria congregación militar y religiosa dedicada al rescate de cautivos en poder de los moros.
La leyenda cuenta que una nave mercante en viaje desde España, para atravesar una tormenta, había arrojado al agua todo su cargamento. Pero flotó frente a su proa una gran caja de madera que condujo la embarcación hasta la costa de Cagliari. Nadie podía mover la extraña caja del agua, hasta que un niño sugirió llamar a los curas de la Merced. Ellos pudieron fácilmente recogerla y adentro hallaron una escultura de la Madonna. El milagro estaba precedido por una profecía que anunciaba su llegada, y que ella sanaría los aires malsanos del lugar, propicios para las pestes que siempre lo azotaban.
La promesa del padre Márquez
Siendo estudiante mercedario en Mendoza, su provincia natal, un cura a punto de ordenarse, Fray José Higinio Márquez, enfermó gravemente del “mal de San Vito”, como se conocía popularmente a la enfermedad de Huntington, grave trastorno neurológico degenerativo, que compromete lenguaje, memoria y movimiento. Los médicos le indicaron un cambio de clima y llegó a Buenos Aires en 1901. Aquí conoció la advocación a Nuestra Señora de Buenos Aires y prometió a la Virgen levantarle un templo si lograba recobrar la salud. Dice en sus memorias que apenas tocó el vestido de la imagen sanó milagrosamente.
Logró entonces el permiso superior para cumplir su promesa y gestionó fondos entre familias adineradas que tenían en la zona sus quintas de veraneo. El padre Márquez es nombrado Cura Rector de la parroquia en 1912, cargo que ejerció por más de cincuenta años. Falleció en 1962 a los ochenta y cinco años, y sus restos descansan en la basílica, a la izquierda de la entrada, donde también hay un cinerario público que contiene las cenizas de más de mil quinientos vecinos, nos cuenta el padre Carlos.
Toda la creación de este templo fue impulsada por este cura mercedario, de gran devoción por la Virgen y por los ángeles. Los coloridos vitrales en lo alto –característicos de la arquitectura gótica– representan imágenes marianas, y por toda la iglesia se distribuyen representaciones de unos cincuenta y seis ángeles.
La basílica de las dos vírgenes: la Señora de Buenos Aires y la Virgen Generala
Fuerte es la presencia en la nave central de un enorme baldaquino de diecinueve metros de altura, de granito rosado con capiteles de bronce, coronado por doce ángeles. Fue presentado en 1926 con el altar mayor de mármol italiano decorado con mosaicos venecianos. El sentido del templete –que no pertenece al proyecto original– fue darle un lugar de privilegio a Nuestra Señora de los Buenos Aires, escultura que porta un niño en sus brazos y una nave.
Anteriormente la basílica estaba consagrada a Nuestra Señora de la Merced. Es nada menos que la “Virgen Generala”, Nuestra Señora de la Merced, ante la cual Manuel Belgrano entregó su bastón de mando tras la batalla de Tucumán. Se trataba de la imagen procesional, no la del altar. En 1822 un decreto de Rivadavia confiscaba el monasterio San Ramón en el casco histórico de Tucumán y obligaba a disolver la orden y unirse al clero secular.
A principios del siglo XX, los descendientes de la familia que tenían en custodia la Virgen de procesión se enteraron que los mercedarios se habían radicado nuevamente en Buenos Aires, y quisieron devolver la imagen. Dos religiosos de la comunidad porteña viajaron a Tucumán y trajeron la imagen histórica en 1913. Se reservó para ella el camarín en el fondo y en lo alto, originariamente destinado a la Virgen de Buenos Aires, titular del templo, que fue entonces destinada al baldaquino donde aún permanece.
Anécdotas sagradas al pie del altar
El padre Carlos nos detalla que en toda la iglesia hay mármoles llegados de todo el mundo, producto de las numerosas donaciones hechas por importantes familias. Y que tienen al frente, en el primer piso, un órgano que fue antes el primero de la Basílica de Luján. Hasta el Concilio Vaticano II, en la década del 60, la misa se daba de espaldas y en latín.
Los fieles comulgaban de rodillas y en disposición circular. Se pueden ver aún los mármoles que ordenaban el rito, y en el fondo, la mesa de la antigua ceremonia. Hoy el altar está más al frente y sobre él, una alta cúpula, que invita ascender hacia lo alto, es custodiada al pie por cuatro grandes estatuas: las de tres arcángeles, Miguel, Rafael y Gabriel, y la del Ángel de la Guarda, que cuida a un niño que está a punto de comer una hierba venenosa. También para muchos parroquianos fue el Ángel de los Enamorados, que llegan hasta él pidiendo protección.
Carlos dice que hay una hora del día donde el sol entra por los ventanales de la cúpula e ilumina el Camarín de la Virgen. Recuerda el cura párroco un acto vandálico hace algunos años, donde un hombre atacó el altar con fuego y un pesado candelabro. Y termina la visita contando que las campanas de la basílica son las mismas que nombra Leopoldo Marechal en su novela Adán Buenosayres, las que él escuchaba cuando daba clases como maestro en una escuela primaria del barrio. Y la “Dama Celeste”, que también nombra, no es otra que Nuestra Señora de los Buenos Aires, quien, desde su trono, con ángeles a sus pies, mira al frente y preside el espacio de su basílica. Casi una metáfora del cielo y la inmensidad.