Los cercos perimetrales que después del atardecer impiden acceder a gran parte de los espacios verdes porteños ya casi no se discuten. Sin embargo – y de cara a las altísimas temperaturas veraniegas, así como a la cada vez mayor presencia de cemento – parques y plazas bien podrían convertirse en una especie de refrescante oasis nocturno en este asfalto caliente que llamamos Buenos Aires.
Por Verónica Ocvirk
Corre enero y son las nueve de la noche, aunque la temperatura no baja de los 30 grados. En las inmediaciones de la plaza de un barrio porteño la gente termina de hacer sus compras, hace deporte, vuelve del trabajo o con suerte, del club. Sobre un cantero aledaño una parejita conversa en tanto bebe unas cervezas. Las rejas que bien aseguradas con candados bordean todo el perímetro de la plaza impiden que charlen sentados en el pasto y bajo un árbol; también que chicos y chicas hagan uso de los juegos un rato más o disfruten de un picnic nocturno, si al fin y al cabo están de vacaciones.
La política de enrejar las plazas no resulta en el distrito para nada nueva: arrancó allá por los ’90 – concretamente en 1996, con el Rosedal – y se intensificó desde 2007 a esta parte despertando a veces ruidosas discusiones al interior de las propias comunidades barriales, que de un lado sostenían que el cerco era la única vía para evitar roturas, vandalismo, cirujas e inseguridad; y del otro que si tenían reja los espacios públicos terminaban por convertirse en lugares excluyentes que por poco parecían cárceles, si a fin de cuentas el cuidado también hubiera podido resolverse con guardias y placeros.
Algunos de los casos más sonados – mediaciones judiciales incluidas – fueron los de los parques Centenario y Lezama, que no obstante tuvieron finales distintos: mientras el primero tiene desde 2013 una doble reja, el segundo fue capaz de resistir el cerco a fuerza de asambleas, murgas y organización.
Hoy la discusión por las rejas ya casi no se libra. De acuerdo a la ley 1.777 son las comunas las que tienen entre sus competencias exclusivas el mantenimiento y cuidado de las plazas, incluida la decisión sobre un eventual enrejado. En territorio porteño el panorama respecto de cercos, cierres y aperturas no resulta uniforme: de las 208 plazas que hay en la Ciudad, 71 están enrejadas. Y entre los 71 parques son 25 los que tienen reja, de acuerdo a información provista por el área de prensa del Ministerio de Espacio Público e Higiene Urbana. Pero la política de cierre y apertura no es siempre la misma. En algunos casos las puertas se encadenan puntualmente a las 20.30 – a veces, cuando todavía es de día – y en otros se dejan hasta media noche, todo en tanto ciertas plazas sin reja son una “boca de lobo” y otras más lucen una atractiva e interesante vida nocturna.
Rediscutiendo bordes y barrotes
“El enrejado de plazas no modificó ninguna estadística de seguridad”, lanza el comunero de la 12 Pablo Ortiz Maldonado, uno de los dos representantes del Frente de Todos en esa Junta Comunal. Y menciona de su territorio el caso de la plaza Mackena (en Ramallo y Crámer), donde las protestas vecinales impidieron la colocación de rejas en todo el perímetro.
“Es verdad que las plazas dependen de las comunas – reconoce -. Pero salvo las comunas 2 y 4 en las otras 13 los presidentes responden directamente al jefe de gobierno Horacio Rodríguez Larreta y son quienes ‘tienen la lapicera’. Entonces, administrativamente, la Junta Comunal tendría la posibilidad de colocar o quitar rejas o promover otros horarios de cierre y apertura, pero en la práctica no sucede”.
“Además tampoco es del todo cierto que las comunas tienen un presupuesto propio, porque las partidas vienen preasignadas. Con lo cual el que termina decidiendo la política sobre parques y plazas es Rodríguez Larreta”, expresa quien además, junto a su compañera de Junta Karina Murúa, propuso un “pacto ambiental verde” para “ponernos de acuerdo en no tocar ni un centímetro verde más en ninguno de nuestros parques”.
Como militante del colectivo “Una plaza para Villa Santa Rita” – por tratarse del único barrio de la Ciudad de Buenos Aires que no cuenta con una sola plaza, y que por eso mismo brega para conseguir una – Guillermina Bruschi confiesa que hasta ahora no se le ocurrió pensar si, en el caso de lograr ese anhelado espacio verde, debería o no tener rejas. “Vamos paso a paso, todavía no elaboramos ningún proyecto. Pero más allá de las rejas podemos pensar en el concepto de ‘plaza’ en sí, que creo se fue reformulando: últimamente vemos plazas llenas de cemento, con arbolitos chiquitos y también con cercos que nos impiden acceder en el momento que elijamos a algo que es nuestro”, reflexiona.
“Las rejas se proponen como medida frente al vandalismo pero… ¿quién rompe las plazas? En la Aristóbulo del Valle de Villa del Parque destruyeron un roble añoso para construir un zoom, y quieren ampliar el canil agregando pasto sintético y cemento. Las plazas responden a cuestiones ambientales, de salud y sociales. Y me parece que, sobre todo en este último aspecto, las rejas son incompatibles con el espacio público”, concluye.
Plazas, ¿para quién?
Como parte del Grupo de Estudios Críticos sobre Ciudades, Ideología y Comunicación, Silvia Hernández – que es Doctora en Ciencias Sociales – viene trabajando diversos temas urbanos. Entre ellos, el de las rejas en las plazas. Y arranca poniendo en claro que ni las rejas empezaron con Mauricio Macri (sino en los ’90, con la ciudad ya autonomizada) ni son un invento porteño: por caso en Paris tienen reja casi todos los parques y plazas.
“Allá por 2001 surgió el debate alrededor de los manteros. Y en realidad en todos los momentos de crisis las plazas se llenan de gente vendiendo cosas y se genera una tensión entre ciertos usos que se consideran legitimados, como el del ‘buen vecino’ que paga sus impuestos y hace un ‘buen uso’ de la plaza para su esparcimiento, y todos los demás que no son bien vistos, así hablemos de manteros, de feriantes o incluso de prostitución. También se manifiesta esta idea del vandalismo asociado a la noche, sin que haya demasiadas alternativas de espacios para ofrecer a las juventudes”, analiza.
Y suma: “Lo paradójico es que aparece la idea de preservar el espacio público a partir de un elemento tan propio de la propiedad privada como la reja”. Según Hernández en la decisión de enrejar una plaza existe también un trasfondo presupuestario, ya que es más barato poner una reja que mantener una plaza que puede tener un uso más intensivo y más diverso. “Se vio en muchos casos que aparecían en los medios notas de plazas que eran ‘tierra de nadie’ y con las rejas recuperaban luego su esplendor y ‘volvían a ser de todos’”.
Como contexto la especialista enfatiza en un proceso que se desató desde 2007, se profundizó en 2015 “y del que poco se habla”: la venta de tierras públicas. Hay gobiernos que lo favorecen más, otros menos. Pero se trata de una tendencia del capital a avanzar sobre la tierra de la ciudad, de seguir sumando espacios rentables. Una tendencia que – finaliza – subyace a todo lo demás que podamos discutir sobre el espacio público”.