Desde hace un siglo, las casonas del Barrio Inglés muestran su soberbio semblante de listones de madera, herrajes, balcones y chimeneas, para sugerir una agradable caminata a pasos de Primera Junta.
Por Cristian Sirouyan
En el rectángulo que traza la unión de la avenida Pedro Goyena con las calles Emilio Mitre, Valle y Centenera, el Barrio Inglés se apropia de seis manzanas de Caballito para investirles sus marcas de distinción.
En el corazón de esa suerte de sosegado paraje urbano -cruzado en su interior por los pasajes Antonino Ferrari y Nicolás Videla-, las viviendas adoptan las formas de elegantes casonas, en las que resaltan herrajes originales de bronce, paredes revestidas de ladrillo a la vista, techos a dos aguas y listones de madera.
No suelen verse garajes y los patios y jardines delanteros son apenas mínimos espacios para reposar bajo el sol o a la sombra, tal vez para que las miradas de los paseantes no se desvíen de los detalles más vistosos, como faroles, campanas, buzones para cartas, molduras que parecen concebidas por virtuosos artistas, rejas recubiertas de enredaderas y arbustos, escudos heráldicos y chimeneas.
Todo el conjunto, distinguido como “Área de Protección Histórica” por la Legislatura porteña en 2009, remite indefectiblemente a la inmigración británica después de las guerras napoleónicas que sacudieron Europa a mediados del siglo XIX y la gesta del viaje inaugural de la locomotora La Porteña, en 1857, desde el teatro Colón hasta Floresta.
Sin embargo, lejos estuvieron los ejecutivos británicos a cargo del Ferrocarril del Oeste de instaurar las bases de esta urbanización. En realidad, la original zona rural -enmarcada por chacras, quintas y potreros donde se criaba hacienda- empezó a cambiar su fisonomía en 1923, cuando una de las más sólidas entidades financieras de la época construyó viviendas, para que fueran vendidas a través de créditos hipotecarios a familias de clase media reposadas en una buena posición económica.
Ese fue el punto de partida del Barrio del Banco Hogar Argentino, el nombre real que algunas firmas inmobiliarias consideraron poco glamorosa para atraer clientes y en 1960 decidieron cambiar por “Barrio Inglés” como mejor argumento de estrategia publicitaria.
Los empresarios tenían sus buenas razones: en su semblante lujoso y amplio, las casas diseñadas por los arquitectos Eduardo Lanús, Coni Molina, Edmundo Parodi y Ángel Figini y el ingeniero Pedro Vinent lucen buena parte de los detalles de estilo Tudor que imperaban en Inglaterra en el siglo XV, sutilmente fusionados con líneas italianizantes y esbozos de la típica arquitectura francesa.
En la actualidad, apenas alterado por un incipiente polo gastronómico, el Barrio Inglés se recorre con un encanto especial a bordo del Tranvía Histórico de Buenos Aires, que ofrece una mirada distinta los fines de semana y feriados de 17 a 20 y también los domingos aentre las 10 y las 13. Desde la salida en Emilio Mitre y Bonifacio, los vagones transformados en entrañables reliquias de la identidad porteña se mimetizan con el paisaje urbano a lo largo de las vías, todavía firmemente aferradas al pavimento alternado con empedrado de Mitre, Rivadavia, Hortiguera y Directorio.
El aire perfumado de las plantas del vecindario y el trino agudo de alguna calandria suele colarse entre los sonidos metálicos del “tramway” que completa sin ningún apuro ese trayecto de catorce cuadras.
En el vagón y de a pie se distinguen las miradas atentas, agitadas por la curiosidad, de noveles o experimentados fotógrafos, artistas y estudiantes de Arquitectura y Diseño en procura de ideas viables para plasmar en sus maquetas.
Sobre esta módica transición del gótico al Renacimiento sobrevuelan apellidos ilustres, aunque ajenos a la prosapia inglesa. Uno de ellos fue catapultado a la categoría de eminencia por los propios habitantes. En el Barrio Inglés vivió el físico teórico Juan Martín Maldacena, nacido en 1968 y formado en el Instituto Balseiro y en la Comisión Nacional de Energía Atómica. Hoy encumbrado como miembro de la Academia Pontificia de las Ciencias, “el Einstein argentino” es motivo de genuino orgullo para los vecinos de esta porción de Caballito, única y sugerente.
Imperdible
A cuatro cuadras del Barrio Inglés, en Rivadavia al 5400 y Centenera -frente a la plazoleta y la estación Primera Junta de la línea A del subte-, el edificio del Mercado del Progreso es un legado invalorable de los pioneros de la zona, construido por la Sociedad de Progreso de Caballito y fundado en 1889.
El sagaz ojo observador de Roberto Arlt lo impulsó a ambientar aquí su renombrada novela “El juguete rabioso”.
Después de haber alternado décadas de esplendor y largas etapas de decadencia y abandono, este Sitio de Interés Cultural -reconocido por el Gobierno de la Ciudad en 2001- alberga 17 negocios a la calle y 174 puestos interiores, en los que propietarios y empleados -muchos de ellos nietos o bisnietos de los primeros comerciantes del Mercado- ofrecen atención cuidadosamente personalizada de lunes a sábados entre las 8 y las 13 y desde las 17 hasta las 20,30.
El lugar se presta tanto para una visita contemplativas como para comprar productos usualamente de calidad repetable, como plantas, frutas, verduras, carnes, pescado fresco, lácteos, pizzas, vinos, embutidos, tartas, matambre casero y pastas.